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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


31 octubre 2008

Mañana, la Antártida


        “Se buscan hombres para un viaje peligroso.
          Sueldo bajo. Frío extremo.
          Largos meses de completa oscuridad.
          Peligro constante. No se asegura retorno con vida.
          Honor y reconocimiento en caso de éxito”

Siempre he sentido un estremecimiento especial al leer el anuncio publicado en los periódicos ingleses el 1 de enero de 1914. Más aún al saber que a semejante locura respondieron 2000 voluntarios. Por fin fueron seleccionados 26 entre marineros, científicos, cirujanos, un artista, un fotógrafo... Más el propio capitán Ernest H. Shackleton, y hasta un polizón. Bueno, y 69 perros de trineo.
Shackleton pretendía atravesar por primera vez la Antártida, desde el Mar de Weddell hasta el mar de Ross, pasando por el Polo Sur, una extensión cercana a los 1.000 kilómetros.
Partieron de Plymouth a bordo del Endurance el 8 de agosto de 1914. Dejaban atrás una Europa que estrenaba una guerra, la Gran Guerra, que llevaría al continente y a la mitad del mundo a la locura, a la verdadera locura.

No sé por qué hace unos días, mientras volvía a casa en un autobús lleno de gente, pensaba yo en Shackleton y su expedición. Era esa hora de colores, entre el día y la noche, en que atardece por un lado y asoman las primeras estrellas por el otro. Me puse mi mp3 y trajiné con el cable porque sólo se oía de un lado, tengo que cambiarlo de una vez. Alguien en el asiento justo detrás del mío comenzó a hablar por el móvil. No suelo cotillear las conversaciones ajenas, lo juro, pero su tono de voz era tan alto y el cable de mi mp3 tan irreductible…
Era una voz de chica, hablaba con excitación, casi emocionada. “¡Ya estoy en el autobús!” dijo. Por sus frases y silencios deduje que se dirigía a mi ciudad, a conocer a alguien que estaba en prisión. Era la primera vez que se presentaría allí y creí entender que también era la primera vez que conocería cara a cara a su interlocutor. “Mañana nos veremos”.

La Imperial Trans-Antarctic, la expedición de Shackleton, no regresó a Inglaterra hasta más de dos años después. Paradojas de la vida, no llegó si quiera a pisar tierra antártica. Cuando faltaban sólo ciento sesenta kilómetros para llegar a su destino, su barco, el Endurance, quedó atrapado por los hielos. Y a pesar de los titánicos esfuerzos de los tripulantes, finalmente, meses más tarde, quedó hecho astillas por la presión del hielo. Se encontraban atrapados en el peor lugar del mundo, a 15.000 kilómetros de casa, sin medios para comunicarse y sabiendo que nadie acudiría a rescatarles.

La voz de aquella chica iba y venía, al ritmo de la cobertura de su móvil. A veces silencio, a veces, de pronto, volvía su voz emocionada hablando del plano de la ciudad, del taxi (si había). Dormiría en un hotel aquella noche, bueno, apenas dormiría puesto que los nervios no la dejarían. Además pretendía levantarse a las 6 de la mañana para prepararse y estar lista. Risas. Imaginé alguien al otro lado del teléfono diciendo “estás loca, no madrugues tanto, con este frío…” Ella volvió a reír. Al final se levantaría a las 6:30. La cita, aquella cita con el destino, sería a las 9 de la mañana. “Mañana”.

Cuando los hombres de Shackleton tuvieron que sacrificar a los perros (aquellos 69 voluntarios más o menos forzosos) dicen que alguien lloró. Lo he visto en alguna parte. Y cuando se comieron a los últimos, comprendieron que no tenían otra salida que empezar a andar. Se pusieron un objetivo: Isla Elefante. Su última esperanza. Llegaron después de 497 días. Estaban al límite de sus fuerzas, atormentados por el hambre, la sed, la congelación, el agotamiento…
Pero allí sólo podían esperar nada. Shackleton se propuso entonces recorrer 1500 kilómetros con otros 5 hombres hasta llegar a Grytviken, en las Georgias del Sur, el lugar habitado más cercano a la Antártida, donde se encontraba la estación ballenera Stromness, desafiando al océano encrespado y lleno de témpanos en un pequeño bote sin más ayuda que un sextante ya que ni las estrellas les servirían allí. Un mínimo error de un grado y todo estaría perdido definitivamente.
Cuenta Shackleton en sus diarios “South” el momento sobrecogedor en que los unos y los otros, los que se aventuran en el botecito y los que se quedan en la playa se despiden deseándose suerte, saludando con las manos y una sonrisa en la cara. Sabiendo, los unos y los otros, desfallecidos todos, que sólo el ánimo de no desanimar a los otros los mantenían así, hasta que el botecito y la playa se pierden de vista.

Creo que es Venus la que brilla en el cielo azul, púrpura, que ya se hace negro. Al otro lado de la ventanilla la oscuridad se hace cada vez más profunda. La ciudad se aproxima y la voz de la chica nombra un pueblo por el que acabamos de pasar. Su tono de voz se ha atenuado, parece que la emoción se ha atemperado también. Quizá la inminencia de lo que sea que le espera, ¿quizá temor?
En un momento dado escucho: “Sólo espero que mañana todo vaya bien”. Al otro lado del teléfono imagino a alguien contestando: “yo también”. Y una risa tan tenue como las estrellas que veo por la ventanilla.

Milagrosamente, aquel endeble botecillo llegó a Grytviken. Pero en la costa opuesta a la que se encontraba Stromness. A veces parece que Dios juega a los dardos y no a los dados. Shackleton contaría en su South como en aquella última odisea a través de montañas y glaciares sintió la presencia de alguien, una presencia invisible, que les acompañaba. Quizá el desfallecimiento, quizá… quién sabe. Cuarenta horas después llegaron a la estación ballenera. Por fin.
A bordo del remolcador Yelcho, y tras varios intentos, volvieron a Isla Elefante al rescate de sus compañeros. Dicen que Shackleton, cuando divisó la isla, empezó a contar con ansiedad los puntitos oscuros que iban apareciendo en la playa. Increíblemente ningún expedicionario había muerto.
A veces he imaginado el desconcierto que debió asaltar a aquel capitán, que literalmente arrancó de la fría muerte a sus 27 hombres, al volver a Europa y ver como en las trincheras de Flandes morían otros hombres, otros como aquellos mismos, por millones. Y aquella Gran Guerra seguiría extraviando al mundo todavía dos años más.
Y no sé si son sus palabras pero en su South escribió unas hermosas palabras:
“Éramos ricos en recuerdos”, “Habíamos deshecho las apariencias de las cosas. Sufrimos, pasamos hambre, triunfamos. Nos hallábamos casi de rodillas y, sin embargo, intentábamos alcanzar una gloria que se había hecho incluso más grande en aquel entorno formidable. Habíamos visto a Dios en todo su esplendor. Habíamos escuchado el lenguaje que dicta la naturaleza. Habíamos llegado a tocar el alma desnuda del ser humano”.

Cuando el autobús llegó a la estación y se detuvo yo esperé a que bajaran todos los pasajeros. Siempre lo hago. Pero esta vez miraba como sin mirar atento a los movimientos del asiento justo detrás del mío. Por fin alguien salió al pasillo y rebasó mi asiento. Aquella chica. Miré de soslayo.

¿Dónde está nuestra Antártida? ¿Dónde, en quién, encontraremos cada día el fin del mundo?
Esta blanca realidad que nos pone de rodillas cada noche, esta vida tan blanca que nos hace pasar hambre, y sufrir, y triunfar sobre nosotros mismos. Con frío extremo, con largos meses de completa oscuridad y en peligro constante. Esta vida de la que no retornaremos con vida.
¿Quién caminará a nuestro lado, quizá invisible, sobre el glaciar de lo cotidiano? ¿En la orilla de qué mirada veremos el esplendor de Dios? ¿Al filo de qué abrazo las cosas serán sin apariencias y nosotros, al fin, verdaderamente nosotros? ¿Qué voz susurrará a nuestro oído el lenguaje de la naturaleza? El alma desnuda del ser humano… el alma desnuda de todos nosotros… ¿llegaremos a rozarla con nuestros dedos?
Éxito, fracaso… ¿a quién, qué, reconoceremos en nosotros mismos?

Yo también. Sí, yo también espero que mañana todo vaya bien.

27 octubre 2008

El pescador V

Escucha. Escucha ahora la prodigiosa sinfonía de la vida. Cómo tras los enérgicos compases del allegro de la mañana, se queda suspendida como en un agotado intermezzo. La naturaleza se sume en un lánguido calderón en el que el tiempo se queda remansado. Ahora sólo se escucha el metal y la cuerda de los insectos innumerables.

Porque el mediodía, hijo, es patrimonio de los insectos. Cuando todos los demás seres se retiran al silencio de las frondas umbrías, quedan ellos sólamente, los más cercanos a la tierra, ellos, la vida casi mineral.

Escucha el insistente canto de la cigarra poniendo sonido al calor. Es el más tolerante de los seres, porque has de saber que sólo el indolente absoluto es capaz de practicar la tolerancia sin límite. Habrás oído alguna vez el cuento de la cigarra y la hormiga; no debes hacer mucho caso. Es inimaginable a la indolente cigarra queriendo ser admitida en un hormiguero. En un mundo de hormigas sordas para la música la sensible cigarra, envuelta siempre en su canción, no tardaría en marchitarse como una flor en un sótano.

No. La cigarra murió de pena. Enamorada del verano y de la vida, la tristeza se abatió sobre ella al contemplar los primeros copos de nieve que tiñeron su amada pradera. Prefirió morir a vivir sin ella y sin su verano, pues creyó que la nieve no se derretiría jamás.

Ten cuidado con lo que haces y dices cuando el frío del desaliento entumezca tu corazón. Cuando tengas que tomar decisiones importantes espera siempre a que se derrita la nieve de la desdicha. Porque ten en cuenta que siempre acaba derritiéndose.

¡No! No molestes a las avispas aunque te incordien. Quizás no sepas que en el lenguaje de la naturaleza, los colores negro y amarillo juntos son señal de peligro, no tocar. Hay criaturas que caminan por la vida infundiendo temor en sus semejantes, quizá por miedo a su propia mediocridad, quizá por falta de confianza en sí mismos, o quizás por pura supervivencia como la avispa. No debes temer a los espantapájaros pues tienen el alma de paja.

Apartémonos de la orilla del río, que en el diminuto cuerpo de los mosquitos no cabe la compasión. Sí hijo, tienes razón, por mucho amor a la naturaleza que uno tenga es imposible reprimir un manotazo al mosquito que te pica. Creo que no deja de ser natural, por así decirlo. Él sabe que se juega la vida cada vez que posa su boca sobre un animal, incluidos nosotros. En este juego en el que todos participamos, a menudo sólo tenemos la oportunidad de apostar una única vez.

Ahora bien, no debes despreciar al mosquito ni a ningún otro ser por hacer lo que está en su naturaleza que debe hacer. Piensa que en esta melodía maravillosa que es la vida todas las notas tienen su lugar y su porqué, y que es imposible quitar una de ellas, aun la más insignificante, sin desvirtuar el sentido de la sinfonía completa.

Además, date cuenta y ríete si quieres, pero piensa que para cuando le das el manotazo al mosquito que te pica es ya sangre de tu sangre. Es casi como si asesinaras a un pariente cercano.